lunes, 26 de septiembre de 2011

Patrimonio rural. Casa-Museo etnológico de Albendín

Un museo es algo vivo. Es un edificio adaptado a un contenido dirigido a un público determinado mediante un plan museográfico específico. Hoy hablaremos del edificio y la propuesta de contenidos de la Casa-Museo etnológico de Albendín. El público y plan museográfico correspondiente lo veremos en próximas entradas.
CASA-MUSEO
La Casa Museo Etnológico de Albendín [1] es una iniciativa de la Asociación de Amigos del Patrimonio Rural con la colaboración del Ayuntamiento de Baena a través de la Alcaldía de la localidad [2] y una pieza más del proyecto Baena Cultura [3]. Lo que un día fuera casa de maestros, hoy es un espacio de conocimiento y puesta en valor de saberes, formas de hacer y ser tradicionales, elementos de nuestra cultura e identidad, pero también base de un desarrollo socioeconómico respetuoso con el medio natural.
A través de las herramientas y objetos del trabajo y vida cotidiana, la Casa-Museo repasa la historia reciente de las casas del pueblo, del cortijo y la huerta, elementos del hábitat rural pero también de trabajo y ocio. Miramos el pasado para entender lo que fuimos, mejorar el presente y decidir lo que seremos en un marco de desarrollo posible y garantía de futuro.
Los contenidos museográficos se desarrollan en doce salas distribuidas en las dos plantas del edificio. Cada dependencia cuenta con una propuesta específica, pero es el conjunto de contenidos el que presenta la diversidad y tipología del patrimonio rural de Albendín y su entorno. Un patrimonio natural y cultural que define nuestra cultura e identidad, pero también recurso de desarrollo económico respetuoso con el medio ambiente.
Un centro como el que nos ocupa trata de ofrecer una visión viva de los elementos (materiales e inmateriales) que configuran este patrimonio. Lejos de ofrecer una imagen fosilizada e incluso idealizada del mundo rural, los contenidos del centro tratan de mostrar saberes y formas de hacer tradicionales que en el presente inmediato aportarían métodos, herramientas y recursos de desarrollo endógeno alternativo que garanticen nuestro futuro.
La Casa-Museo no es un lugar de culto, ni de estigmatización de lo antiguo. Es un centro que mira al pasado para entender lo que fuimos, mejorar el presente y decidir lo que seremos en un marco de desarrollo posible y garantía de futuro: una apuesta alternativa de mejora del bienestar social desde los elementos de nuestra cultura que hoy día toman valor en un modelo de desarrollo rural sostenible.
PLANTA BAJA
La tienda-Producto Natural
La Asociación tiene como objetivos el conocimiento y puesta en valor del patrimonio rural de Albendín y su entorno, estudiando en estilos de vida tradicionales y difudiendo aquellos resultados que en la actualidad puedan aportar alternativas de desarrollo sostenible. Como los hortelanos que hacían tienda del zaguán de la casa, la tienda muestra los frutos de la tierra y diferentes productos realizados en los talleres o mesas de trabajo de la Asociación.
Recoge también una muestra de objetos y trabajos que los artesanos locales ofrecen al visitante. El manejo del cuero, el paño o la madera fueron fuente de jáquimas, albardas y aladros. Hoy, sin mulos que aren la tierra y con todo tipo de maquinaria en el campo, el aladrero sigue trabajando arreglando el asiento de enea y la pata rota de la butaca antigua, el albardonero haciendo toldos y tahalíes, y el talabardero bolsos y carteras de cuero.
Hortelanos y artesanos tradicionales son elementos de nuestro patrimonio como la huerta y el taller, la verdura y el cacharro, el amocafre y la gubia. Todos, producto natural de Albendín.
El comedor. Al calor de la lumbre
El comedor de la casa, era salón, taller y cocina. La lumbre de la chimenea hacia el puchero en la marmita sobre las trébedes y calentaba el agua del caldero. Las ascuas encendían el picón del brasero avivado con la badila y alimentaban la plancha de hierro. Mientras, se vaciaban calabazas para llenar con agua o alúas para poner en las trampas, se devanaban las sogas de esparto para hacer la tomiza, se arreglaban los zapatos con la lezna, o simplemente se hablaba.
La jornada de campo era larga y siempre temprana, en verano para evitar el sol y llevar la carga a Valenzuela o Santiago, y en invierno para adelantar la oscuridad de la tarde fría. Se guardaban las bestias en la cuadra y tras el aseo, la cazuela, habas cuando había, tocino cuando quedaba, tomate en sopa o frito de la huerta o la botella, con pan de trigo o cebada en época mala. Luego, el remiendo, la trampa, o la soga.
Los tiempos han cambiando. Ya no se trabaja el esparto ni el alambre, las chimeneas se embuten en la pared del salón y se les ponen puertas y cristales. No quedan ollas sobres las ascuas ni tampoco planchas de carbón. La electricidad apagó la lumbre como, primero la radio y luego la televisión apagaron la conversación tras la comida.
La cocina. Sabores de la tierra
A base de leña, carbón, estiércol o paja, el fuego de la chimenea transformaba el agua y la legumbre en puchero con tocino, carne y morcilla. Luego vendrían cocinas, cocinillas, infiernillos y hornillos más pequeños que con ascuas y carbón mantenían caliente la comida.
Por la mañana, la loza blanca de la taza se teñía de oscuro con el café o la malta del pucherillo. El pan se bañaba de aceite y se acompañaba de tomate con sal, melón, higos, pero también con queso y uvas, o tocino. La capacha se rellenaba con pan, chorizos, torreznos, y algo de fruta cuando había. Lo suficiente para el almuerzo en el tajo. La cuchara era cosa de casa.
De postre, aceitunas, almendras, pan de higo, orejones y melones de la camarilla en invierno. En verano, la fruta que festejaban en los pueblos cada nueva temporada, graná, peras y manzanas, higos y brevas, y malacatones o albaricoques. Y entre fiesta y fiesta, lo que quedó de la canasta de mimbre con magdalenas, torticas y pestiños de la alacena.
La huerta. Vergel de la campiña
Entre el monte y la campiña, la vega del Guadajoz tiñe el paisaje con una paleta de colores verdes como las hortalizas y las ovas del río, pero también de tonos cálidos de fruta madura, mazorcas, tomates y tarajes.
Huerta y ribera constituyen un espacio único labrado y respetado por el hortelano a lo largo de miles de años. De la variedad de frutas y hortalizas del Guadajoz, hortelanos y cargueros ya dieron cuenta en plazas de pueblos cercanos como Baena, Santiago o Valenzuela. Hoy, inundada por ese mar de olivos que la ahoga, la huerta aparece como una isla en el horizonte, a modo de vergel y oasis en el desierto.
La recuperación de variedades perdidas y la apuesta por la calidad y lo auténtico de nuestra huerta constituyen el reto y compromiso actual de los nuevos hortelanos de Albendín. Experiencias como la venta on-line y las jornadas anuales sobre Sabores del Guadajoz son ejemplo de experiencias innovadoras y necesarias para la puesta en valor de la huerta tradicional.
El corralón. Despensa natural
En cada casa, el patio se convertía en corral de gallinas, espacio de zahúrdas, conejeras y cabras. La carne, el huevo y la leche se garantizaban cada semana con el gallo en la cazuela, o cada día tras la puesta y el ordeño.
La parra quitaba el sol y daba uva fresca en el verano. Como en la huerta, la sombra era sitio de charla y faena, de trenza de ajos, de esparto machacado, o remiendo de sacos. Con el paso del tiempo, el patio se convirtió en corralón, y luego en espacio abierto para la nueva casa del pueblo.
Aunque hoy todavía quedan macetas con esquejes de esparragueras centenarias, gitanillas y geranios rojos entre paredes blancas de cal apagada y mortero, el empedrado se perdió, como la cuadra y la habitación del mulero Ya no hay pila ni pilón, ni arado para reparar. Sin embargo, entre el chapoteo de los niños en la nueva piscina, el abuelo parece escuchar todavía los cascos del mulo sobre la piedra del suelo.
La cuadra. Lugar de mulas y alpacas
No había casa sin cuadra, ni cuadra sin pajar. Tras la faena, las bestias atravesaban la casa por el camino empedrado del pasillo. La puerta grande con el mulo cargado de cantaros en aguaderas de hierro, madera o esparto, eran elementos de la fachada de la casa como el aldabón en la puerta y la anilla en la pared.
El pesebre se rellenaba cada día con el tallo de trigo o cebada que tras que la siega y el trillo se convirtió en alpaca. Cada verano en la era la paja se cargaba en las angarillas que el mulo llevaba hasta la casa. Más tarde llegaron cosechadoras y alpacadoras de alambre que acabaron con la carga.
Con el tiempo, las bestias acabaron encerradas en la huerta o en el cortijo y desaparecieron con la llegada de los tractores y los motocultivadores que tanto araban como transportaban la carga. Los últimos mulos de Albendín desaparecieron de noche y tras pasar por no se sabe qué mercado ilegal de compra venta, acabaron tirando de carros y carretas en la ferias de Córdoba, Sevilla o Jerez.
PLANTA ALTA
La matanza. Rojo y negro sobre lebrillo
Con el frio de la Purísima llegaba el tiempo de la matanza. El matarife afilaba cuchillos y raspadores, mientras que en la casa ya estaban preparados los lebrillos y peroles de agua hirviendo, cebollas y vinagre.
El cochino gancheado se colaba en la banca sujeto de patas y rabo por manos fuertes. La primera cuchillada abría las venas de sangre fresca que sobre el lebrillo la mujer removía. En el camal el cerdo se desalmaba, sin desperdicio ni de vísceras para rellenar o hacer las primeras pajarillas, ni vejiga con la que jugar los niños o preparar la zambomba. Sobre la gamella o artesa, la picadora desparramaba la carne que una vez amasaba y aliñada se embutiría en tripas de chorizo y salchichón. El lomo a la sartén, y luego a la orza con aceite, y el jamón a la sal para su curación.
Hoy se siguen haciendo embutidos en lebrillos y llenando orzas de manteca y lomo. A veces se recurre al matadero para la muerte y despiece del animal. En cualquier caso, se mantiene viva una tradición de miles de años que reúne a la familia y llena la despensa de cada casa.
La campiña. Tierra calma
La campiña era tierra calma, de sembradío, de año y vez, y de pan para llevar. El trigo y la cebada teñían de verde el paisaje en invierno. En primavera la amapola y la cizaña lo punteaban de rojo y mala hierba; y en verano, el mismo sol que doraba las mieses anunciaba también el tiempo de la cosecha, la llegada de los segadores con su hoces, hocinos y manijas.
Tras la siega, la trilla en la era. Antes que ruedas, había mayales que majaban y bestias a vueltas sobre la escaña y la cebada. Luego llegaron trigos y trillos nuevos, y el crujir de ruedas de hierro sobre la piedra. Las gavillas se hacían parva sobre la era. Se venteaba con palas y biergos, en una nube de tarno que asfixiaba. Se barría la era con escobas de ternillas y tarajes, y se cribaba el grano que en celemines y cuartillas llenaban las fanegas.
Hoy la campiña se pierde entre olivos como ayer se perdieron garbanzos, lentejas y habas. Tras la fiebre del girasol en los 60, el olivo se extendió hasta la puerta misma del cortijo y la era. Ya no se escuchan los chascarrillos de los segadores, y el canto de trilla se apagó con el ruido de las cosechadoras mecánicas.
El Cortijo. Hábitat rural
Los cortijos de la campiña se alzan en el horizonte como pedrizas y sellajos rompen la monotonía del paisaje. Cada paraje tenía su cortijo y caserío, lugares de trabajo, pero también de vida y a veces de fiesta. Ahí quedaron cortijos centenarios, presos del abandono convertidos en un puñado de ripios y, en el mejor de los casos, tejas y muros de cal, arena y piedra sustituidos por bovedillas de hormigón y chapa.
El aperador organizaba la tarea del campo, mientras que los caseros y los jornaleros se afanaban en el trabajo diario, de llenar peroles con migas y puchero o de labrar la tierra y airear el ganado. En tiempo de faena, se descansaba en chumbanos y charnaques improvisados en el tajo. En el cortijo había pocos muebles. Era más importante hacer sitio para el grano o el ganado y los aperos. El catre de cuerda y madera permitía el descanso, sobre un colchón ruidoso de panochas y la silla de enea era el único armario del gañán.
Hoy, desde lo urbano, se vuelve al cortijo rehabilitado en busca de lo rural y el silencio del campo. Cortijos y haciendas tradicionales se convierten en puntos clave de desarrollo local en un modelo de turismo rural, auténtico y natural.
El Olivar y el Aceite. Presente y futuro
El olivo es árbol centenario que hoy dibuja todo el paisaje del entorno. No hay hazas que fueran de cereal sin olivos, como tampoco huertas que hayan escapado del olivar marchito de verticilo. El monte y la dehesa se transformaron en campo de olivos, generando riqueza compartida de aceites de origen y calidad.
Sobre el aceite y la aceituna se crea una cultura propia, de jerga y arreos propios de labranza, cosecha y molienda. De trama y envero, de ramones y varetas; de fardos, varas, cribas y espuertas; de piedras de molino, alpechín, orujo y aceite en tinajas y cantaros de latón.
El olivar es hoy base de nuestro presente y también de un futuro posible construido sobre los conceptos de calidad y medioambiente. Calidad en la producción y en la comercialización de un zumo natural sin aditivos ni conservantes, pero que necesita un manejo adecuado de insumos, como el agua que ahora riega el olivar, los productos que garantizan la cosecha, y prácticas de conservación de un suelo que pierde tierra en cada regajo abierto por la tormenta.
El monte. Dehesa transformada
El monte, fue dehesa y montecillo de Albendín. Un bosque mediterráneo dominado por especies del genero Quercus, carrascas, enzinas y coscojas o chaparros, con otras plantas leñosas como el espino, la aulaga, la retama y el lentisco, y especies como el esparto de menor porte.
El monte fue de uso compartido, fuente de leña, pasto común para cabras y ovejas, vacas y algunos bueyes, y puercos que buscaban bellotas tras el vareo por el ganadero, campo de cultivo de olivos y viñas; y espacio cinegético, con técnicas y aparejos que todavía perduran como la caza con perro y el hurón, los lazos, redes, ballestas y arcabuces, o las boladas de perdices.
En definitiva, una imagen que perdura a lo largo de los siglos bajo el cuidado de varias ordenanzas que regulaban el aprovechamiento ganadero (1529), la caza (1536) y el uso general del montezillo de Albendín (1558), pero que se difumina con el tiempo y queda borrada de la memoria tras la expansión primero de la viña y luego del olivar.
La Alcoba. Sueños de lana
La alcoba, como toda la casa, era espacio común. De cama de forja compartida entre hermanos, con colchón de lana, orinal de loza, espejo y palangana. Era cuarto de costura a la luz de la ventana con máquinas de hierro de mano o pedal. El arca guardaba el ajuar y las sábanas finas, mientras que el arcón daba cuenta de mantas y pellizas.
Sobre la silla o la percha, quedaba la camisa blanca almidonada y un único traje de domingo, baile o procesión con mascota y sombrero de ala ancha. Las enagüillas se doblaban junto con camisones y blusas verde agua y celestes, que contrastaban con la ropa negra del luto siempre presente en la casa.
Era la alcoba, lugar de amores secretos, pero también de juegos y cuentos de niños en la cama. De sábanas frías en invierno temperadas con el agua caliente de la botella de gaseosa, y de ventanas abiertas en las noches de verano, cuando no, vacía de colchones que se bajaban al patio en días de calima sin brisa ni aire fresco. De sueños arropados con los ecos de la tertulia en la puerta, o rotos por el canto del gallo para preparar la carga e iniciar la faena.



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